Por lo
menos una vez al día nuestro viejo gato se acerca a alguno de nosotros de una
manera que todos hemos llegado a reconocer como especial.
No
significa que quiera que le den de comer ni que lo dejen salir, ni nada por el estilo.
Lo que necesita es algo muy diferente. Si tiene un regazo a mano, se sube a él
de un salto; si no, lo más probable es que se quede ahí, con aire nostálgico,
hasta que vea que hay uno preparado.
Una
vez acomodado en él, empieza a ronronear antes incluso de que uno le acaricie
el lomo, le rasque bajo el mentón y le diga una y otra vez que es un gato estupendo.
Después, con su «motor» acelerado al máximo, se acomoda hasta encontrar la
posición que le gusta y se instala. De vez en cuando, su ronroneo se descontrola
y se convierte en ronquido; entonces te mira con los ojos abiertos de adoración
y te dedica ese prolongado ir cerrando los ojos que es la muestra final de la
confianza de un gato.
Al
cabo de un rato, poquito a poco, se va quedando quieto. Si siente que todo va
bien, puede ser que se quede en el regazo para echarse una cómoda siestecita.
Pero es igualmente probable que vuelva a bajar de un salto y se vaya a atender
sus cosas. Sea como fuere, la razón la tiene él.
—Blackie
quiere que lo «ronroneen» —dice simplemente nuestra hija.
En
casa no es el único que tiene esa necesidad: yo la comparto y mi mujer también.
Sabemos que no es una necesidad exclusiva de ningún grupo de edad, pero aun
así, como yo no sólo soy padre, sino además profesor, la asocio especialmente
con los chicos, con su necesidad rápida e impulsiva de un abrazo, de un regazo
acogedor, de una mano amiga, de una manta cálida, no porque nada les falte, no
porque sea necesario, sino simplemente porque ellos son así.
Hay un
montón de cosas que me gustaría hacer por todos los niños y, si sólo pudiera
hacer una, sería ésta: asegurar a cada niño que, esté donde esté, tendrá por lo
menos un buen ronroneo cada día.
Porque los niños, como los gatos, necesitan su
tiempo de ronroneo.
Fred
T. Wilhelms
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